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La muerte de la universidad 

Julio Romano | Madrid  02/04/2020

Resulta imposible señalar el momento exacto en el que la universidad dejó de ser lo que fue en su origen. Y es que, como todas las cosas grandes, las universidades europeas tardaron mucho tiempo en morir. Los golpes se fueron acumulando durante siglos. Al utilitarismo de los ilustrados se le sumó el laicismo de los modernos, a la politización del siglo XX se le añadió la revolución cultural de los años sesenta. El plan Bolonia supuso la estocada final a un sistema que había alumbrado el mundo.

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Las universidades españolas, ignorando la costumbre patria de llegar siempre tarde, han encabezado durante los últimos años el declive europeo, demostrando su capacidad de iniciativa y su liderazgo internacional. En su intento de elevar al hombre medio a través de la cultura, lo único que ha conseguido el sistema universitario español ha sido rebajar la cultura al nivel del hombre medio.

 

Originariamente, la “universitas” se consagró a la búsqueda de la verdad y la belleza. Los debates escolásticos suscitados en el seno de la Universidad de París, y las cartas escritas entre los profesores universitarios durante el Renacimiento, demuestran esta afirmación. Poco a poco, la búsqueda de la verdad quedó marginada, imponiéndose la tecnificación. La verdad, al ser relativa, perdió su importancia. Actualmente, la mayoría de las universidades españolas orientan sus esfuerzos hacia la creación de profesionales. Los docentes han visto reducido su papel al de meros gestores, obligados a enseñar como generar ingresos.

Y aun con todo, a pesar de los altos niveles de especialización que ha alcanzado la universidad española, los alumnos no cesan en sus pretensiones, y piden más tecnificación, más profesionalización. Ellos van a la universidad a aprender un oficio, con el objetivo de ganar dinero en el futuro. Nunca había estado tan de actualidad aquello que decía Chesterton de que para ser tan listo como para ganar dinero hace falta ser tan tonto como para quererlo.

Por otra parte, la universidad se concibió como un lugar de encuentro entre el maestro y su discípulo, un espacio en el que transmitir conocimientos a través del diálogo. Los alumnos vivían en la Universidad, en estrecha convivencia con los profesores. Así se favorecía un clima de distensión, se creaban sólidas amistades intelectuales, y se alimentaba la curiosidad de los estudiantes. Poco o nada de ese espíritu conservan las universidades españolas, convertidas en lugares de paso a los que los alumnos acuden, con suerte, cinco días a la semana.

Además de centrarse en la búsqueda de la verdad y en la transmisión de conocimientos, las antiguas universidades pusieron muchos esfuerzos en la formación integral de la persona. Tal y como sostenía Juan Luis Vives, los alumnos, además de ser grandes intelectuales, debían ser grandes personas. Así, las universidades del pasado no solo disponían de medios para enseñar, sino que también tenían capillas para rezar y espacios para socializar. De hecho, algunas universidades como Oxford se esfuerzan por conservar sus capillas, en un afán por recordar la importancia de la religión en la vida intelectual. El problema es que España se olvidó de la religión hace algún tiempo, y si bien es cierto que todavía perviven capillas universitarias en nuestro país, éstas se encuentran constantemente amenazadas por la feligresía laicista.

Aunque el panorama resulta desolador, no podemos abandonar, no debemos caer en la desesperación. Todavía hay motivos para la esperanza. Todavía quedan, ocultos como guerrilleros, algunos profesores que se esfuerzan por conservar la esencia de la universidad, manteniendo vivas las preguntas perennes y eternas. Todavía existen, escondidos como forajidos, alumnos con ansias de verdad. Todavía perviven espacios de conocimiento y de belleza, de conversación y de diálogo, reservados únicamente para los elegidos.

Julio Romano

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