El Ecce Homo de Borja: verdadera Gioconda del s. XXI
María Armero López / Madrid 24/04/2020

Sucede algo cuando uno se pone delante de un cuadro, algo que siempre olvidamos pero que nunca deberíamos dejar de tener presente y es el poder que, como espectadores, tenemos. Nos guste más o menos, el arte es en última instancia un objeto que se rige por la ley de la oferta y la demanda. La nostalgia clasicista que asocia al arte propiedades casi sobrenaturales ha dejado de estar presente en el modo en el que interactuamos con él desde hace décadas. Ya lo dijo en su día Duchamp: “No son los pintores sino los espectadores quienes hacen los cuadros”. Ya no importa el objeto en sí, lo valioso está en la reacción que genera en nosotros.
Este poder que de repente tenemos entre nuestras manos conlleva una gran responsabilidad. La democratización del arte que ha experimentado nuestro siglo nos da unas herramientas que, usadas con cabeza, pueden ayudarnos a hacer que nuestra experiencia con el arte sea realmente lo que debería ser: un motivo de autocrítica y una voluntad de mejora tanto individual como colectiva.
Restauración Ecce Homo de Borja
Esta democratización no se traduce en el malinterpretado pensamiento posmoderno de que ahora todo vale y, por lo tanto, nada vale nada, sino en que la única solución viable es cuestionarlo todo. Por eso mismo, iconos tradicionales de la historia del arte como la Gioconda deberían ser revisados, de la misma manera que deberían observarse con menos prejuicios otros no tan alabados como el Ecce Homo de Borja.
Según las cifras del Santuario de la Misericordia de Borja, municipio maño de apenas 5.000 habitantes, desde agosto de 2012 han tenido visitantes de todo el mundo menos de ocho países. Ha pasado casi una década desde entonces, y aun siguen viéndose colas de gente de todas nacionalidades esperando delante de este Cristo amorfo para hacerse un selfie. Esta peregrinación en masa que raya lo absurdo recuerda bastante a la marabunta de turistas que se forma en la sala de los Estados del Louvre a diario, mirando a través de la pantalla de su móvil la mitificada sonrisa de la Gioconda de da Vinci.
Poco importa que la gente vaya a admirar o a burlarse de las obras, eso es indiferente, lo importante es darse cuenta de que ambas tienen el misterioso poder de atraernos en tropel y, consecuentemente, de generar una fortuna a costa nuestra. En palabras de Warhol, “un buen negocio es la mejor forma de arte”, y en este sentido, el Ecce Homo de Borja y la Gioconda están empatados. Pero ¿somos conscientes de los mecanismos que subyacen tras esta atracción que sentimos hacia ambas obras?
Detrás se esconde agazapada una agresiva campaña de publicidad, lo cual nadie duda respecto al Ecce Homo pero que, sin embargo, todo el mundo parece haber olvidado con la Mona Lisa. Este retrato renacentista está considerado como la pintura más importante de toda la historia del arte pero, ¿con qué criterio va realmente la gente a ver la Gioconda? ¿Con un interés meramente pictórico o por el “culo veo culo quiero”? Para formarnos una opinión crítica e individual deberíamos mirar con lupa mitos como este, echando la vista atrás y recordando los motivos históricos que han llevado a la Gioconda hasta arriba del pódium antes de alabarla de forma automática.
En 1911 la obra fue robada por Vicenzo Peruggia y se tardó dos años en recuperarla. Durante este tiempo de ausencia, la Gioconda apareció en los periódicos de todo el mundo, en postales e incluso en cartones de leche. La amplia difusión de su robo dio paso a especulaciones sobre su importancia y bulos sobre la dirección de su mirada o sobre su sonrisa empezaron a circular gestando la leyenda que hoy en día envuelve a la Gioconda. Antes de ser robada era un retrato del Louvre más, después se convirtió en el icono que hoy en día todos conocemos y admiramos ciegamente.
La historia recuerda bastante, salvando las distancias, al Ecce Homo de Borja. Cuando la octogenaria vecina, Cecilia Giménez, se decidió a restaurar la pequeña pintura mural de tan solo un siglo de antigüedad del artista de segunda, Elías García Martínez, lo último que sospechaba era que estaba protagonizando una de las mejores performance de lo que llevamos de siglo XXI. Todo hubiera quedado en una anécdota para los parroquianos si no hubiera sido porque los medios de información internacionales hicieron eco de este suceso a una velocidad vertiginosa. Pero no solo fue este auge mediático el culpable, fuimos nosotros, usuarios de internet, los que al apoderarnos del fenómeno haciendo del rostro desfigurado del Ecce Homo carne de meme, dimos bombo a todo este asunto.
Me remito pues a las palabras de Duchamp, no ha sido la poco acertada mano de Cecilia la que ha hecho del Ecce Homo un icono pop de nuestro tiempo, hemos sido todos y cada uno de nosotros. El cineasta Alex de la Iglesia ya dijo en twitter que es “un icono de nuestra forma de ver el mundo”, y razón no le falta. Una de las misiones principales del arte es retratar la sociedad de su tiempo para así ayudarnos a analizar el mundo en el que vivimos. La imagen amorfa de Cristo retrata magistralmente nuestra era de las redes sociales, el poder sugestivo de los medios, el intrusismo en Internet y la banalidad de una sociedad que no duda en convertir a un adefesio en protagonista global a base de likes. Y, por encima de todo, el Ecce Homo nos recuerda el poder político y revolucionario que tenemos gracias a internet, igual que en su día nos dio por viralizar esto, ¿qué impacto podríamos conseguir si viralizáramos cosas más serias?
Pilato presentó a Jesús flagelado ante la muchedumbre diciéndoles “ecce homo”, he aquí el hombre. De la misma manera Cecilia, sin quererlo, nos ha presentado un espejo en el que mirarnos fijamente a los ojos, como individuos y como sociedad. Tal vez sea por eso que la Gioconda solo despierta admiración y que el Ecce homo, sin embargo, suscita incomodidad o indignación, porque siempre cuesta reconocerse en lo grotesco, en lo deforme, en lo absurdo. Vernos reflejados en él implicaría muchas cosas, autocrítica, humildad y coherencia, cosas que al parecer no estamos preparados para poner en práctica… He aquí el hombre del siglo XXI.
María Armero López